martes, 19 de febrero de 2008

LA ENZIMA DE LA INMORTALIDAD

El año 2008 ha traido al frente la presencia de la Guadañadora privándonos de la presencia física de amigos y parientes a quienes profesamos especial afecto. Estos hechos recientes hicieron evocar en mi capacidad de recuerdo un escrito de ELKE DAUK leido años atrás en la revista HUMBOLDT y el cual he querido digitalizar para compartir con quien visite esta bitácora, así que sin mas palabras reproduzco el documento de la revista mencionada en su edición 136 del año 2002:
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BURLAR LA GUADAÑADORA ¿POSIBLE?


El regreso de la inmortalidad. El anhelo de perfección del cuerpo, de pura espiritualización y eterna juventud proviene del ancestral impulso del ser humano de autosuperación


El estudio de Michael Fossel sobre la llamada "enzima de la inmortalidad", publicado en 1996, se convirtió pronto en un éxito de librería. A eso contribuyó el impacto de su subtítulo, Retrasando el envejecimiento.

El médico estadounidense Michael Fossel basa su osada afirmación en el descubrimiento de la enzima telomerasa. Esta enzima, producida al principio por todas las células del cuerpo, contiene la capacidad de división de las células, es decir, su capacidad de renovarse sin cesar. En realidad, esa capacidad se va degradando un poco con cada división celular, hasta que por último las células ya no pueden dividirse y el cuerpo muere. Sin embargo, si pudiera evitarse esa degradación, a juicio de Michael Fossel tendríamos en nuestras manos un maravilloso conmutador para prolongar la vida. "En sentido biológico, la telomerasa es una enzima de la inmortalidad... Mediante métodos de la biología molecular podríamos activar la enzima en el lugar adecuado, y así dar cuerda de nuevo al reloj de la vida." De ese modo, según el jubiloso mensaje de Fossel, podríamos prolongar la vida en doscientos y hasta quinientos años, con garantía de plena salud, y hasta de condiciones juveniles.

Pero por desgracia esta transformación del envejecimiento en una fuente casi eterna de la juventud no es más que especulación, como tantos augurios semejantes. El tema de la inmortalidad está experimentando un "boom" que no sólo se manifiesta en forma de fantasías sobre la prolongación de la vida gracias a intervenciones biogenéticas o en experimentos con un cuerpo "high-tech" compuesto exclusivamente de prótesis e implantes; también ejerce una fascinación intelectual y emocional otra visión completamente distinta: la de una existencia inmortal, pero puramente virtual, como programa en el ciberespacio. Los sueños de perfeccionar el cuerpo, por una parte, y por otra la añoranza de una pura espiritualización, coinciden en la esperanza de vencer la vulnerabilidad y la mortalidad.

¿Pero de dónde vienen estos anhelos delirantes? En definitiva, proceden del ancestral impulso de autosuperación del hombre. Al no estar limitado como el animal por el instinto y el entorno, al hombre lo determina una fundamental apertura, una abundancia infinita de posibilidades, que lo remite, como formula el filósofo francés Michel Serres, al camino interminable de la cultura: "La cultura no tiene límites (...) tan pronto como (...) la cultura se vuelve algo delimitado , se ahoga y muere. La cultura es la invención de un camino, que nos aleja paso a paso de un punto de partida (...) en un viaje."

El viaje del hombre comienza cuando adoptó la posición bípeda, quitándole a sus manos la carga de la locomoción, gracias a lo cual liberó habilidad y energía para la invención de técnicas y herramientas siempre nuevas. Al principio, su singular adaptabilidad corporal hizo del hombre un ser capaz de rebasar su propia especie y de ampliar continuamente los límites del cuerpo. Ya en la década de los años setenta, en su clásico El Poder de la computadora y lo impotencia de la razón, el informático y crítico de la técnica Joseph Weizenbaum observaba: "Muchas máquinas son ampliaciones funcionales del cuerpo humano, en lo fundamental prótesis. Algunas de ellas, como la palanca y la turbina, amplifican la fuerza muscular de quienes las operan; otras, como el microscopio, el telescopio y diferentes instrumentos de medición, son expansiones del aparato sensorial humano." Y otras, como la lanza y la rueda, la radio y el avión, el satélite y la central eléctrica, la red de transporte y la world wide web, aumentan ei alcance natural del hombre. Y lo hacen en una medida alarmante, pues las herramientas, prótesis y técnicas no sólo extienden ese alcance, sino que se apoderan gradualmente de la naturaleza, y con el tiempo van cubriendo partes cada vez mayores de la Tierra con una única y enorme "armazón" técnica,y la convierten en una superprótesis.

De este modo, una contradicción peculiar caracteriza la historia de la cultura: por una parte, esta se desarrolla partiendo del impulso que lleva a salir en busca de nuevas riberas, de la fuerza de autosuperación corno experiencia de lo otro: del hombre extranjero, de las fuerzas naturales externas, del propio ser. Sin embargo, por otra parte al humano lo domina la necesidad de expandirse a sí mismo con la ayuda de la técnica, más allá de todos los límites. Una necesidad peligrosa, como escribe el especialista en Ciencias de la cultura Hartmut Bóhme: "En la técnica (...) está inscrita a priori una lógica expansiva dé la violencia. La inteligencia y la 'armazón' técnica son un arma en la lucha por obtener ventajas y espacio vital."

Sin embargo, el talento técnico del hombre tropieza con un límite absoluto: la muerte. Con el desarrollo de la conciencia, la mortalidad, el cuerpo decrépito y sufriente, se convirtió en problema. Y la inmortalidad llegó a ser el más profundo anhelo, una quimera de la humanidad. Junto al poder configurador corpóreo-técnico apareció entonces la cultura espiritual, con su pregunta por el sentido y el puesto del hombre en el mundo. Con las religiones, los hombres encontraron un camino para reconocer los poderes inescrutables que dominaban sobre la vida y la muerte, y también para crearle un espacio imaginario a su anhelo de inmortalidad. No sólo idearon un segundo mundo, un mundo sobrenatural como reino de los dioses inmortales, sino que se abrieron también el acceso a ese paraíso, aunque sólo como perspectiva después del final de la vida. Hartmut Böhme pone énfasis en que las "ofertas de inmortalidad "de las religiones han respetado siempre el nacimiento y la muerte (Ver el artículo precedente). La esperanza de una vida "después de la muerte" debía ayudar a soportar el sufrimiento y la enfermedad, y a quitarle al hombre el miedo a la muerte. "La religión tenía una función consoladora, y la tarea de liberarlo de esos temores y satisfacer sus anhelos."

Sin embargo, en muchas representaciones del reino de la inmortalidad y de sus dioses, también se expresa visiblemente otra cosa, una fascinación ligada con envidia. Y esta mezcla ha contenido siempre la tentación de buscar con impaciencia la puerta a la eternidad, o sea, una muerte que agrade a Dios. Pero en la cultura europea se desarrolló sobre todo el deseo opuesto, vincular la inmortalidad con la vida de aquí y ahora. Esta idea se convertiría finalmente en la locura de la deificación del hombre.

Todo comenzó con Platón, con su rigurosa división del hombre en un cuerpo mortal y un alma inmortal, divina, la cual otorgaba al hom-bre su condición humana. Su destino era la autosuperación espiritual, ascender del engañoso mundo del cuerpo y los sentidos al mundo verdadero de las ideas puras, de la naturaleza terrenal a las esferas celestiales del cosmos que gira eternamente. Se había inventado el proyecto occidental de la deificación del hombre, con la elevación de este a un segundo mundo, situado por encima de lo terrenal. Cierto es que el cristianismo no aceptó esa arrogancia, y puso la redención del hombre en manos de Jesucristo, pero en cambio pintó la vida después de la muerte y el más allá con maravillosos colores.

Sin embargo, con el comienzo de la Edad Moderna entra en crisis este cuadro del mundo. La publicación de Copérnico en el año 1543 sobre los movimientos de los planetas socava la fe en el cielo cristiano, al igual que las representaciones cosmológicas de ta Tierra como centro del universo, rodeada por las esferas protectoras de los demás cuerpos celestes. El más allá, reducto del sueño de la inmortalidad, es desenmascarado como una quimera. También en el ámbito terrenal el autoconcepto del hombre occidental sufre una conmoción. La escisión de la Iglesia por obra de Lutero dio at traste con Estados y certidumbres, y los grandes viajes de descubrimiento revelaron un gigantesco mundo desconocido, que desplazó a Europa, desde la posición central que ocupaba hasta aquel momento, a un sitio en los márgenes. Pérdida del centro y de la orientación, un sentimiento que el poeta inglés John Donne captó en palabras famosas: “´´t ís all in pieces, all coherence gone."(El mundo se ha fragmentado; toda coherencia se ha perdido.)

Este vuelco ocasionó temores en muchas personas, y curiosidad en muchas otras. Por ejemplo, hasta ese momento médicos y filósofos hablan concebido el cuerpo como microcosmos, como producto y parte de la creación, que repetía la perfecta estructura del cosmos. Sin embargo, entonces se dedicaron a disecarlo, y los cortes en los cadáveres revelaron un cuadro totalmente distinto. El mismo año en que apareció el libro de Copérnico sobre los movimientos de los planetas, el cirujano y anatomista Andrés Vesalio publicó el primer tratado completo de anatomía. Este es al mismo tiempo el Atlas de una unidad que de cierto modo ha sido desmembrada, reducida a partes del cuerpo individuales, que aparecen como si tuvieran independencia, y ya no guardan relación con el macrocosmos y la naturaleza. También en el cuerpo humano, hasta entonces espejo y parte del mundo, se rompe la unidad. Sin embargo, de inmediato médicos y anatomistas acometen la tarea de volver a pegar los fragmentos. El producto de esto es un cuerpo completamente nuevo, un sistema aislado que funciona como el mecanismo de una máquina, o sea, un autómata. Descartes trazó la concepción teórica de ese hombre-máquina, mucho antes de que se lograra fabricar autómatas "verdaderos". Esta idea cambió fundamentalmente la manera de concebir la relación del cuerpo humano con la naturaleza, y por ende también el concepto de salud. Para el filósofo Gernot Böhme, comenzó entonces la insensata creencia "de que el hombre podría vivir, provisto de víveres pero desvinculado en todo ¡o demás de lo que sucedía en el mundo y también de ese modo ...alcanzaría la mayor salud." Estar libre de alteraciones se convierte en el ideal de la salud, y una existencia perfectamente autárquica pasa a ser el ideal de la vida humana. Hasta el día de hoy, esta concepción no sólo influye en nuestro concepto del cuerpo, sino también en la sociedad individualista.

Todo parece indicar que el europeo ha vivido la destrucción del antiguo estado de seguridad como expulsión a un universo abandonado por los dioses, a una naturaleza indiferente, pero plagada de peligros. Un sentimiento de falta de albergue, pero compensado de inmediato por una autoafirmación y una voluntad de ascenso singulares. Una emancipación forzosa con las correspondientes sensaciones de megalomanía y angustia existencial. Es así que el hombre moderno proyecta fas perfecciones que anteriormente se atribuían a los dioses hacia su propio cuerpo, y de ese modo pone en marcha una dinámica indetenible de autoperfeccionamiento. A la "muerte de Dios" responde con una enorme expansión de la medicina, y en el lugar que ocupaban los sacerdotes cristianos coloca a los sacerdotes de las ciencias de la vida. En breve, el hombre moderno, este "gitano al margen del universo" se atrinchera detrás de un blindaje cada vez más impenetrable de su cuerpo-máquina. En definitiva, ahora sólo le interesa ser completamente dueño de sí mismo. La apertura se convierte en compartimentación, la superación de sí mismo en la absurda optimización y deificación del propio cuerpo.

En una primera etapa, la medicina de alto rendimiento, la cirugía estética y la cosmetología tratan de mejorar, estilizar y esculpir el cuerpo mediante prótesis de todo tipo, de ir reemplazándolo tácitamente paso a paso. Una segunda etapa trabaja con experimentos biogenéticos, entre ios cuales se cuenta también la terapia enzimática de Fossel. El propósito, proclamado con orgullo, consiste en eliminar los límites naturales de nuestra existencia corporal: su comienzo por obra de la procreación y el parto, su final con la enfermedad, la decadencia y la muerte. Viendo las cosas desde esta perspectiva, la tercera y más elevada etapa de la optimización del cuerpo sería su supresión, es decir, su transformación en una máquina transhumana, en una ingrávida existencia de "software" compuesta por datos y programas digitalizados del cerebro, eternizados en la computadora. ¿Una imagen horripilante, una promesa de felicidad o un futuro que sobrevendrá pronto? De un modo u otro, Hartmut Bóhme aboga por la serenidad: "Esperemos. Todas las revoluciones técnicas de los siglos pasados, y en especial las revoluciones de los medios, han ¡do acompañadas por enormes fantasías culturales. Y por lo general esas fantasías han sido desmitíficadas e integradas cultural y socialmente."

Puede suponerse así que a muchos teóricos de la cibernética no les interese el fin del cuerpo que proclaman en alta voz, sino sólo el regreso de un segundo mundo sobrenatural, semejante al antiguo más al la, gracias al cíberespacio. El espacio virtual como lugar para una autosuperación lúdica como forma de existencia incorpórea, que libere de cuando en cuando de la responsabilidad y las preocupaciones de la vida cotidiana. Pero una cosa es abrirle a la quimera de la inmortalidad un nuevo reino de fantasía, y otra muy diferente querer convertir la inmortalidad en realidad, ya sea mediante el intento de fanáticos musulmanes de ganarse la inmortalidad celestial realizando acciones terroristas, o mediante las actitudes de autodeificación de científicos y tecnólogos, que trabajan imperturbablemente tratando de fabricar el cuerpo inmortal en la Tierra. Como si unos y otros siguieran sin poder aceptar que somos productos de la casualidad en un universo en definitiva incomprensible, que formamos parte de una naturaleza que nunca será dominada por completo.

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