lunes, 24 de marzo de 2008

SONARON OCHO TIROS

ALMA DE ARTISTA




El cuento que reproduzco a continuación o mejor la reproducción del cuento que escaneo con reconocedor de textos, corrijo con buen animo y comparto con gusto, deriva del escándalo reciente por la exposición de Guillermo Vargas Habacuc la cual puede verse en http://es.youtube.com/watch?v=O6vP8CgTonQ



Una bien querida amiga preguntaba de dónde saqué semejante vaina (no eran sus palabras) y le conté como hace muchos, muchos años, cuando tenia una perrita pastor alemana (sic) y buscaba literatura para joderla esto es para dominarla :) , ví en la entonces existente libreria Rego un libro con el sugestivo título EL ALMA DE LOS PERROS ... pero la sorpresa es que trataba mas bien de las almas perras de los que nos creemos ...(imagina lo que quieras) y muérete de la risa, de ahí viene el relato que comentamos.






Historia de un espíritu


— ¿Quiere usted verlo?

Yo quería verlo. Sí... Yo quería contemplar por última vez el raro gesto de aquel artista que iban a fusilar. La agonía de un hombre de talento es un bello espectáculo que sólo pueden comprender loa poetas, los pájaros, los perros y las mujeres.

—-¿Quiere usted verlo?

—Sí; quiero verlo.

Y lo vi..., ¿Por qué lo vi? El reo estaba en el fondo de una pequeña pieza. Era la capilla. Una pieza muy triste, muy vacía, muy obscura, con un altar en el ángulo y un cura en el otro. Al entrar, el penado me miró cruelmente con la dulzura de sus ojos de santo. Me miró cruel­mente... Tal vez con demasiada crueldad. Quizá con exceso de angustia... En silencio, le estreche ambas manos.

¿Por qué? Yo no sé. Pero, en silencio, le estreche ambas manos...

Era un hombre joven. Pintor de telas famosas, celebres, discutidas, expulsadas de todos los concursos. Tenía treinta años. Y ese escaso montón de vida le pesaba tanto como su inteligencia, infectada de microbios de genio. Adivinabase que el dolor y el placer le habían transformado el rostro en una extraña mascara de pena. Sus ojos llenos de bondad y su boca llena de amargura, se unían en la complicidad de una sonrisa inmóvil. Inmóvil sonrisa que parecía de muerto.

Cuando supo quién era, no me conoció. Hablamos de cosas frías y de cosas cálidas. Los astros nos hicieron decir frías trivialidades... Yo hable del sol. Y él, a propósito del sol, quejóse de los muchos ratones que lo maltrataban en aquella habitación tan tenebrosa... De repente, sin que yo le hubiera preguntado nada, díjome:

— ¿Sabe usted por qué me matan?

Yo sentí un placer inmenso. Mi temperamento—mi temperamento sutil!, tan refinado por las crueles asperezas de los hombres, y tan pulido por el dulce contacto de los animales — goza con lo imprevisto. Tengo médula de San Antonio. Acaso desciendo de algún león africano, transformado por Merlín en hombre...

— ¿Sabe usted por qué me matan?

Entonces, el asesino, ese pobre artista moderno, cuyos cuadros fueron siempre geniales porque tuvieron mucho de locura; ese valiente pintor de razas, de visiones, de espíritus; ese desdichado reo que iban a fusilar, me contó un salvaje ensueño de pesadilla, de delirio, de fiebre, de histerismo. Uno de esos ensueños que suelen tener las mujeres hermosas cuando, en la noche de verano, duermen sobre el lado izquierdo de su pecho, con el seno oprimido y el corazón acalambrado...

Y me narró la historia de su pobre alma tísica. Alma nerviosa, epiléptica, loca...

Oíd:

— Nunca sentí gran apego a la vida. Vivir me pareció siempre la tontería menos útil al hombre... Me pareció la virtud menos necesaria. No obstante, yo estaba obligado a vivir para comprender la inutilidad de la existencia. Viví. Trabaje. Hice cuadros. Si ellos encierran algún mérito, es sin duda porque nadie comprende lo que valen ni lo que significan. Lo mismo sucede en el mundo. El mundo dejara de ser una tienda de novedades, de bellezas, de joyas, cuando los hombres conozcan todo lo que él encierra... Cansado, pues, de la vida rutinaria, de la vida vagabunda y siempre igual, quise elevarme por encima de mi propio espíritu. Quise hacer algo nuevo. Algo digno de mi siglo. Algo digno. Algo bello... Quise sentir é interpretar sensaciones mejores. Nuevas... Quise gozar misterios invisibles. Pecados...

—Pero ¿y el crimen?

—Bueno. A eso voy... No diga el crimen.

Diga el experimento de un alma rabiosa que revienta de sed y que se muere de hambre... ¡Me matan nada más que por eso!

— ¿Cómo?

—Sí. Instalé en el Retiro, cerca de los murallones, mi taller de pintor. Solicite en todas las formas modelos de seres hambrientos. Desfilaron muchos. Eran hombres, mujeres, niños. El sexo érame indiferente. La edad también. Yo exigía únicamente que fueran flacos. Y negros. Muy negros... Pero no encontraba. Todos loa modelos que se me ofrecieron eran opulentos de carne. De carne rubia, fresca, blanca, a pesar de que algunos no poseían nada más que el pellejo... Yo quería un cadáver viviente. Yo buscaba un espectro. Ó algo más: yo deseaba la sombra de una sombra... Quería componer mi último cuadro. Mi cuadro estupendo. Póstumo. ¿Sabe usted lo que yo quería pintar? Yo quería pintar un alma colectiva. Un alma atormentada, infeliz, repleta de flaquezas, plagada de temblores, henchida de vejeces, llena de obscuridades. Para eso necesitaba un cuerpo bas­tante horrible, bastante macabro, bastante artístico, que me sirviera de modelo. Y vinieron muchos. Muchos. Sólo que ninguno era bueno. La procesión de esqueletos duró varios días. Por mi taller pasaron todas las flacuras, todas las escualideces, todas las carnes resecas de los conventillos, de los callejones, de los hospitales, de los manicomios.

Pero no venia el mo­delo esperado... Por fin, una tarde concebí un proyecto encantador. Lo concebí ante un nuevo modelo recogido en la calle. Era un negro. Un viejo vagabundo. Un habitante de los arrabales. Un pastor de estrellas. Era un negro. Un negro mudo y flaco. Muy flaco. Espantosamente flaco. Flaquísimo... Pero no tan flaco como yo lo preciaba. Sin embargo, me quede con el... ¿He dicho a usted que era mudo? Si... Mudo... Le faltaba la lengua. Hasta la raíz... Un cáncer. ¿Comprende?... Era un negro delicioso. Ni siquiera podía gritar... Bueno. Acepté al negro.

Lo lleve al fondo del taller, junto al gallinero. Lo até con fuertes sogas. A un poste de flandubay. Cerré todas las puertas... Prepare mi caballete, mis pinceles, en fin. Y me senté frente al raudo. Frente al horripilado. Yo esperaba... Y esperé así dos largos días. Tres días. Cuatro. Cinco... El negro retorcíase como un toro, como un pez... Sus huesos rechinaban, crujían, crepitaban... Cada diez horas le daba un trozo de pan y un trago de agua con el objeto de que no se muriera. Yo quería llevar su flacura a un grado extreme, sin que su vida se apagara. Con un látigo apresuraba el enflaquecimiento de ese cuerpo marchito. El negro quería gritar. Pero ¿cómo? ¿Y el cáncer? ¿Dónde tenía la lengua?... Créame; era una escena hermosa. Muy hermosa... Cuando pasaron ocho días, la espesa mota de mi modelo emblanqueció. Fue una tragedia silenciosa. Los dientes, poco a poco, se le fueron cayendo. Los ojos se le escaparon una pulgada de las órbitas. La columna vertebral se le torció. La boca acercócele al estómago... Al decimo día mi modelo ya iba siendo aceptable... Pre­pare mis pinceles. Coloquéme a la expectativa. Esperando... Aguardando el supremo instante. Aguardando la mueca trágica. Ansiando la soñada flacura. El bello gesto final... Cuando se le cayó el último diente dí la primera pincelada... Era de noche... De improviso, como una fatalidad, un rayo de luna visitó de blanca luz el cadáver del negro...

¡Maldición! Un cadáver con mortaja de plata, no podía servir para mi cuadro... No pude hacerlo... Me tomaron preso... Ahora me van a matar con ocho tiros. ¡Qué muerte tan vulgar! ¡Qué vergonzosa muer­te!... Yo merezco ser ajusticiado con la muerte del negro... Así, en mi propia agonía, en mi propia flacura, en mi propio dolor, hallaría fuerzas suficientes para copiar el alma neurasténica y maldita de mi generación...

* *
Después sonaron los ocho tiros...











Reproducido por Guillermo Aníbal Gärtner con ocasión del escándalo planteado con la exposición de Guillermo Vargas Habacuc.
http://es.youtube.com/watch?v=O6vP8CgTonQ



El ejemplar del libro cuya portada aparece al inicio de esta entrada no es el mismo que compré en la Rego el cual si mal no recuerdo lo apropió un amigo, así que el texto "recuperado" corresponde al que el amigo Jorge Ospina regaló a mi hermana Blanca Luz, con la siguiente dedicatoria:

Para Blanca Luz,

El hombre es un puente entre la nada y el absurdo.

Jorge Ospina, Dociembre 18 de 1962



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